Al fondo del salón de plenos del Palacio Legislativo, en medio de los nombres de los héroes que forjaron la patria, colgaban dos espectaculares banderas mexicanas frente a frente: testigos mudos del México dividido que dejó el gobierno de Vicente Fox: derechas e izquierdas, norte y sur, ricos y pobres; mexicanos de primera y de segunda; ciudadanos con oportunidades en un país con esperanza y compatriotas desahuciados en un país sin esperanza; mexicanos privilegiados que viven en territorio nacional, y aquellos que trabajan en el extranjero para enviar las remesas que constituyen (¡a lo que hemos llegado!) una de nuestras más importantes fuentes de divisas. Dos enormes banderas que cobijan con idéntico símbolo, escudo y colores a un país cuadriculado por divisiones subyacentes que hoy afloran finalmente a la vista de todos.
Ese fue el legado de Vicente Fox: desgobernar y dividir, desdeñar y separar, desatender y relegar; crear un país de ilusiones ópticas donde alternancia se vendía por democracia y estabilidad financiera pretendía pasar por guerra a la pobreza; un país donde el cuidado de las formas republicanas y las instituciones de aparador escondían acuerdos inconfesables. A mitad del sexenio, frustrado por la falta de oficio político y su fracaso administrativo, el Presidente tiró la toalla y se dedicó a preparar la sucesión; se dejó llevar por el mundo fácil y seductor de la intriga y las jugadas de ajedrez; se convirtió en rey de una colina de arena que se desmoronaba con cada uno de sus pasos. Instalado en el improbable papel de hacedor de reyes utilizó el presupuesto para hacer campaña y maniobró con asesores, empresarios, consultores extranjeros y especialistas en mercadotecnia para instalar al sucesor: ¡intervino en la elección!
En unión de su esposa, Carlos Salinas de Gortari y Elba Esther Gordillo urdió el plan para impedir a toda costa el triunfo de López Obrador. ¡No pasará!, fue la consigna. Y en ese deleznable papel para un antiguo luchador por la democracia, se volvió instrumento de los intereses que lo llevaron al poder, y que ahora pretenden conservar el poder: ¡traicionó a la democracia! Acabó como tenía que acabar: vituperado por todos, menospreciado por todos, separado de todos; censurado por casi todos los partidos políticos desde la más alta tribuna del Congreso.
En un día inédito para nuestra República presidencialista, los legisladores de la coalición Por el Bien de Todos le negaron el acceso a la tribuna acusándolo de "delincuente electoral". Con alivio en el rostro, el candidato ganador que bebió champaña a pico de botella en 2000, el candidato populachero que se ganó el corazón de la mayoría derrotando al PRI tras 71 años de gobierno, abandonó el Palacio Legislativo convertido en un mero accidente de la historia. Iba tranquilo, sin embargo, convencido de su inocencia. "No es a mí -dijo con el desenfado de siempre-, ofendieron a la investidura presidencial".
¡Misión cumplida! señores globalizadores, ex priístas, yunquistas y oportunistas que fomentaron la campaña de odio que dividió irremediablemente a la República. Sabemos que actuaron "por el bien de México"; sabemos que sacrificaron a Fox para que de sus cenizas surgiera Felipe Calderón. La mala noticia es que Calderón no muestra solidaridad ni fuego en el corazón y el PAN, desatendiendo el consejo de Churchill, se ha tornado altanero y retador en la que considera "su victoria". En la obsesión por detener a la coalición polarizaron a la sociedad. Hoy, merced a sus "buenos oficios", los mexicanos estamos atrincherados en los extremos: ¡no hay medias tintas! No olviden por un momento, venerables señores, que al dividir el país en "pacíficos y violentos" hicieron que no obstante la campaña del miedo, y las graves violaciones al código electoral, la causa de los pobres llegara finalmente a menos de un punto porcentual de la Presidencia.
Mal comienza Felipe Calderón cuando en el ambiente explosivo de hoy advirtió que en su gobierno "habrá mano dura para los violentos": ¡represión!, ¡más división! En una elección plagada de incertidumbre e intervenciones ilegales, el TEPJF tuvo la oportunidad histórica de servir de verdadero contrapeso del Ejecutivo; de elevar la majestad del Poder Judicial por encima de la política; de pacificar al país. Tenía facultades jurídicas para contar los votos, ampliar la revisión o anular la elección, pero con increíble cortedad de miras los magistrados descartaron esas opciones, apoyados en legalismos. Desestimaron las intervenciones ilegales de Ugalde, Fox y el Consejo Coordinador Empresarial como "hechos aislados que no fueron determinantes" para el resultado de la elección. En un momento crucial del dictamen concluyeron paradójicamente que la campaña paralela de Fox fue una irregularidad que pudo haber anulado los comicios, pero que hubo circunstancias atenuantes. En una mañana gris los magistrados desestimaron todas las impugnaciones de la coalición y decidieron profundizar la división en aras de la letra descarnada de la ley. ¡Viva el estado de derecho!
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